Don Herrera
y las ciruelas amarillas
Julio 2023 • Texto: Facundo Castellani • Imágenes: Brote
Facundo nos cuenta, que nació en Córdoba hace 12 años, que viaja, cocina y escribe; come, prueba, conoce mercaditos y restaurantes; quema sartenes y charla con agricultores acerca del devenir de nuestra profesión, más cercana a la tierra y más alejada de las estrellas.
Desde hace un buen par de años vive sus días en la cocina. En algún momento de su vida, un poco lejano y sin saberlo, decidió que quería ser cocinero. Hoy, con una buena valija de años y anécdotas entre los fuegos, sigue sorprendiéndose día a día gracias a la memoria olfativa y gustativa. Ese instante en que todos los receptores de nuestro cuerpo se unen en un déjà vu efímero que nos hace recordar algo, ese instante en donde las papilas gustativas se conectan con nuestras subjetividades y nos invitan a soñar, casi nostálgicamente.
Él nos cuenta: “Aún al día de hoy, cuándo recibe una caja de tomates, huelo las ramas verdes y pienso en el Pelado, mi abuelo, y su pasión por los tomates de su huerta; o vuelvo a casa luego del servicio, pedaleando cansado, pero atento al perfume de la planta de higo de la esquina de casa, que me hace pensar en los domingos en familia en el campo, con ese olor inconfundible a verano. La comida, los alimentos, tienen el don de constantemente contactarnos con la tierra, con les otres y con nuestro pasado. El contenido emotivo y subjetivo de la comida, de lo que comemos, me llevó a escribir este cuentito, que comparto con ustedes....”
"El contenido emotivo y subjetivo de la comida"
Cada uno de los receptores sensoriales se activaron y me llevaron a aquellas viejas tardes jugando al fútbol al lado de la casa de Don Herrera. Una acción y la otra están separadas por un intervalo de más de diez años y un par más de kilómetros. Había comprado esas ciruelas en el mercado de la calle Papiniano, en Milano, pensando nomás en que sería parte del desayuno antes de salir a correr. Entrando a casa saqué una de la bolsita de papel y la limpié solo con las manos, abrillantándola un poco con la remera (todos alguna vez en la vida hacemos esto) y le di una mordida. Hasta acá no es más que una situación cotidiana entre muchas otras. Pero en la mente se esconden todos estos recuerdos sensoriales, la lengua se encarga de transmitirle al cerebro que ese gusto había ya pasado por ahí, y que además de dejar ese dulzor ciruela y esa textura increíble (cuando una ciruela está en su punto, llena de su jugo dulce, un poco mórbida pero al mismo tiempo resistente a los dientes), había dejado también otros recuerdos.
En ese paisaje infinito algo llamó mi atención, una bandera argentina que flameaba constante, cerca una apacheta levantada con esmero y allí nomás una pequeña construcción con ventanas tapadas. Un perro interrumpió su siesta y se acercó a los viajeros con la alegría de quien no recibe visitas todos los días. Inmensidad, sentí el silencio. Respiré profundo. Me desconecté del ruido, de aquel difícil de callar.
Un plato de comida de nuestro anfitrión era la clara señal de que no estábamos en territorio abandonado. Aún teníamos las camperas puestas y otra vez dilatábamos el tiempo, algo nos retenía allí. De repente, el polvo de un coche anunció que ya no estaríamos solos.
Salud a la memoria sensorial.
Cuando con mi familia nos mudamos a Parque Horizonte, yo tenía 5 años. Un grupo de amigos enorme y un baldío transformado en cancha de fútbol, la canchita, eran la mejor forma de ver pasar el tiempo. Arco a arco, dos contra dos, triangulares porque no entrábamos 15 pibitos en la cancha, un 25 que terminaba con uno fusilado contra la pared. Un sin fin de tardes donde el partido terminaba o cuando se iba la luz o cuando una madre medio ansiosa o medio desesperada gritaba desde la puerta de su casa el nombre del desdichado que debía abandonar a su equipo.
Y es aquí donde entran Don Herrera y las ciruelas amarillas. Al costado de la canchita, vivía Don Herrera, un tipo de innumerables años, pocas palabras y una historia para todos nosotros desconocida. Contra todos los cuidados por evitarlo, unas diez veces al día la pelota terminaba en el patio de la casa de Don Herrera, y las opciones eran o sonar el timbre y pedirla (las primeras 3 Herrera respondía bien) o directamente meterse en el patio, saltando tapias con cara de espía ruso y caminando cual sobre un campo minado y agarrar la pelota para luego salir corriendo, pisar en el asador y saltar la tapia para seguir el partido.
En alguna de esas incursiones en casa de Don Herrera, la pelota pasó a segundo plano. Verano, 35 grados y una siesta que invitaba a cualquier ser pensante a quedarse en casa, pero nosotros siempre ahí a jugar nuestros partidos. Salté la tapia para buscar la redonda, pero me detuve un minuto de más, a robar un par de ciruelas amarillas, que me llamaban a gritos desde el árbol. Un par en cada bolsillo, pelota en mano y odisea asador-tapia para volver del lado a salvo, la cancha. Seguramente habré convidado un par al Fer, al Mati y Mateo, mi hermano, al Igna o al Mendo, y me habré comido esa ciruela que, siendo la primera, grabó algo en la mente, lo dejó ahí archivado.
Si me preguntan hoy qué gusto tienen las ciruelas amarillas, no puedo decir que son dulces, que son un poco ácidas al fondo, que tienen muchos azúcares y un dejo de picantor. Solo puedo decir que tienen gusto a verano, 35 grados, siesta y a la canchita...
Siempre mil gracias a Don Herrera, que siendo un anónimo en nuestras vidas, nos regalaba esas aventuras de buscar la pelota en su patio y robarle unas ciruelas, mientras nos espiaba por la ventana y seguramente se sonreía por lo bajo.
Salud a la memoria sensorial.
Facundo Castellani
Facundo Castellani, nació en Córdoba. Hace 12 años que viaja, cocina y escribe; come, prueba, conoce mercaditos y restaurantes; quema sartenes y charla con agricultores acerca del devenir de nuestra profesión.
Don Herrera
y las ciruelas amarillas
Julio 2023 • Texto: Facundo Castellani • Imágenes: Brote
Él nos cuenta: “Aún al día de hoy, cuándo recibe una caja de tomates, huelo las ramas verdes y pienso en el Pelado, mi abuelo, y su pasión por los tomates de su huerta; o vuelvo a casa luego del servicio, pedaleando cansado, pero atento al perfume de la planta de higo de la esquina de casa, que me hace pensar en los domingos en familia en el campo, con ese olor inconfundible a verano. La comida, los alimentos, tienen el don de constantemente contactarnos con la tierra, con les otres y con nuestro pasado. El contenido emotivo y subjetivo de la comida, de lo que comemos, me llevó a escribir este cuentito, que comparto con ustedes....”
"El contenido emotivo y subjetivo de la comida"
Cada uno de los receptores sensoriales se activaron y me llevaron a aquellas viejas tardes jugando al fútbol al lado de la casa de Don Herrera. Una acción y la otra están separadas por un intervalo de más de diez años y un par más de kilómetros. Había comprado esas ciruelas en el mercado de la calle Papiniano, en Milano, pensando nomás en que sería parte del desayuno antes de salir a correr. Entrando a casa saqué una de la bolsita de papel y la limpié solo con las manos, abrillantándola un poco con la remera (todos alguna vez en la vida hacemos esto) y le di una mordida. Hasta acá no es más que una situación cotidiana entre muchas otras. Pero en la mente se esconden todos estos recuerdos sensoriales, la lengua se encarga de transmitirle al cerebro que ese gusto había ya pasado por ahí, y que además de dejar ese dulzor ciruela y esa textura increíble (cuando una ciruela está en su punto, llena de su jugo dulce, un poco mórbida pero al mismo tiempo resistente a los dientes), había dejado también otros recuerdos.
En ese paisaje infinito algo llamó mi atención, una bandera argentina que flameaba constante, cerca una apacheta levantada con esmero y allí nomás una pequeña construcción con ventanas tapadas. Un perro interrumpió su siesta y se acercó a los viajeros con la alegría de quien no recibe visitas todos los días. Inmensidad, sentí el silencio. Respiré profundo. Me desconecté del ruido, de aquel difícil de callar.
Un plato de comida de nuestro anfitrión era la clara señal de que no estábamos en territorio abandonado. Aún teníamos las camperas puestas y otra vez dilatábamos el tiempo, algo nos retenía allí. De repente, el polvo de un coche anunció que ya no estaríamos solos.
Salud a la memoria sensorial.
Cuando con mi familia nos mudamos a Parque Horizonte, yo tenía 5 años. Un grupo de amigos enorme y un baldío transformado en cancha de fútbol, la canchita, eran la mejor forma de ver pasar el tiempo. Arco a arco, dos contra dos, triangulares porque no entrábamos 15 pibitos en la cancha, un 25 que terminaba con uno fusilado contra la pared. Un sin fin de tardes donde el partido terminaba o cuando se iba la luz o cuando una madre medio ansiosa o medio desesperada gritaba desde la puerta de su casa el nombre del desdichado que debía abandonar a su equipo.
Y es aquí donde entran Don Herrera y las ciruelas amarillas. Al costado de la canchita, vivía Don Herrera, un tipo de innumerables años, pocas palabras y una historia para todos nosotros desconocida. Contra todos los cuidados por evitarlo, unas diez veces al día la pelota terminaba en el patio de la casa de Don Herrera, y las opciones eran o sonar el timbre y pedirla (las primeras 3 Herrera respondía bien) o directamente meterse en el patio, saltando tapias con cara de espía ruso y caminando cual sobre un campo minado y agarrar la pelota para luego salir corriendo, pisar en el asador y saltar la tapia para seguir el partido.
En alguna de esas incursiones en casa de Don Herrera, la pelota pasó a segundo plano. Verano, 35 grados y una siesta que invitaba a cualquier ser pensante a quedarse en casa, pero nosotros siempre ahí a jugar nuestros partidos. Salté la tapia para buscar la redonda, pero me detuve un minuto de más, a robar un par de ciruelas amarillas, que me llamaban a gritos desde el árbol. Un par en cada bolsillo, pelota en mano y odisea asador-tapia para volver del lado a salvo, la cancha. Seguramente habré convidado un par al Fer, al Mati y Mateo, mi hermano, al Igna o al Mendo, y me habré comido esa ciruela que, siendo la primera, grabó algo en la mente, lo dejó ahí archivado.
Si me preguntan hoy qué gusto tienen las ciruelas amarillas, no puedo decir que son dulces, que son un poco ácidas al fondo, que tienen muchos azúcares y un dejo de picantor. Solo puedo decir que tienen gusto a verano, 35 grados, siesta y a la canchita...
Siempre mil gracias a Don Herrera, que siendo un anónimo en nuestras vidas, nos regalaba esas aventuras de buscar la pelota en su patio y robarle unas ciruelas, mientras nos espiaba por la ventana y seguramente se sonreía por lo bajo.
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Fanzine Gastronómico y Plataforma Colaborativa: Intercambio de experiencias, conocimientos y miradas en torno a la alimentación.
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